Salomé, de Oscar Wilde

Quizá ebrio de absenta, inspirado por un batir incesante de enaguas en el Moulin Rouge, Wilde evocara el mito bíblico de Salomé, desnudándolo de cualquier rastro de sacralidad, poniendo el acento en el tortuoso laberinto del deseo humano, como ya hicieran los clásicos griegos con sus héroes de carne y hueso. Laberinto de inexcusable necesidad, tragedia que no brota de la razón, ni siquiera de la voluntad. El deseo desnudo manda, vulnerable, transparente, devorador. Wilde seculariza el texto bíblico. Eva transmuta en Lilith, liberada y repudiada. Salomé se publica con Wilde ya condenado por su homosexualidad.

La historia nos llega del evangelio de Marcos y de las Antiguedades judías de Flavio Josefo. Juan el Bautista denuncia el apaño matrimonial de Herodes con Herodías, casada anteriormente con los hermanos de aquel. Herodes teme la ira divina que profetiza Juan el Bautista; manda encarcelarlo, pero evita condenarlo a muerte. Salomé, hijastra de Herodes, queda prendada de Juan el Bautista, pero éste rehuye sus encantos, lo que provocará su ira. Herodías, madre de Salomé, odia a Juan el Bautista e instigará para que Salomé pida su cabeza a Herodes durante su fiesta de cumpleaños. La tragedia está servida. Herodes, ebrio de deseo y vino, tras ver bailar a Salomé, exclama: ¡Pídeme lo que quieras! Salomé desea la cabeza de Juan el Bautista. Herodes acaba cediendo a su pesar, pero al observar horrorizado las consecuencias de su decisión, ordena matar a Salomé. La hibris reclama su tributo.

Mientras que el texto de Fraubert se centra en el personaje instigador y un tanto soso de Herodías, Wilde pone sus ojos en la pasión desatada de Salomé, quien en la coda de esta tragedia besa los labios de la cabeza cercenada de Juan el Bautista. Nadie maneja los hilos del deseo de Salomé. Ella sola desinhibe su pasión, sin culpa ni pena. No hay en el texto de Wilde lectura intelectual, tragedia fundada en reflexión alguna sobre nuestra naturaleza -aunque esa exégesis esté implícita en el texto-. Wilde se regodea con placer en el acto puro del deseo, sin arbitrio de la moral. Ve en ello belleza, reflejo terapéutico que nos regala la ficción frente a las contingencias y normativas de lo real. Wilde es Salomé, exorciza en tinta y papel su propio deseo insatisfecho. Wilde nunca se vengaría ante la frustración, más bien la sufriría -a su biografía me remito-, pero la ficción otorga al escritor, y con él al propio lector, la oportunidad de liberarse de la represión del deseo.

Cabe en la obra de Wilde una lectura psicoanalítica y biográfica, pero no podemos dejar de subrayar el valor estético de su visión del personaje de Salomé. El deseo desatado de Salomé es bello, hay belleza en la crueldad que delata su anhelo irracional. Tal y como un romántico veía belleza en la terrible determinación de un mar embravecido por la tormenta. Wilde elude cualquier intento de moralizar o juzgar a su personaje. No hay intención feminista en su texto, pero está implícito en él la idea de liberación del deseo femenino, su irreverente empoderamiento y determinación. El deseo atraviesa a cualquier ser humano con fiereza. El despecho, la venganza, la ira, la envidia, el ansia de poseer al objeto deseado vienen de serie en cualquier acto pasional, puro, ajeno a las exigencias de la moral o las leyes. «He besado tu boca, Jokanaan. He besado tu boca». Erótica macabra, mórbida. Hay delectación en esta necrofilia, consumación a modo de placebo del deseo insatisfecho. No querías, pero al fin beso tus labios. Hay vulnerabilidad en esta cruel imposición, y con ella empatía cómplice. ¡Ojalá fuera posible desear de esta forma sin tener que ceder a actos reprobables! Quizá por ello inventamos la ficción, el arte como compensación. El arte por el arte, gozo sublimado. Wilde sabe que en esta tragedia Salomé es el personaje más jugoso. Nadie imagina al insulso Juan el Bautista como protagonista. La integridad moral del profeta es fría, desapasionada, estéril, frente al vitalismo desmedido de Salomé.

Posdata: Almodóvar, al igual que Wilde, sagaz arquitecto del deseo humano, se interesaría en los inicios de su carrera por el personaje de Salomé, dirigiendo en 1978 un mediocre pero disfrutable cortometraje, en el que ya pueden apreciarse elementos de su reconocible estilo iconoclasta. Hilarante el baile de Salomé mientras suena El gato montés. Nada que ver con el estilizado ballet flamenco de la película que dirigió Carlos Saura en 2002. Una delicia que de seguro aplaudiría Wilde.

La ilustración que acompaña a este texto es una de las 17 que dibujó el ilustrador inglés Aubrey Beardsley para la versión inglesa de Salomé, publicada en febrero de 1894. La obra original fue escrita en francés. Las provocativas ilustraciones de Beardsley poseen una ambivalencia sexual intencionada, en sintonía con el esteticismo juguetón de Wilde.

Cabe nombrar también la excelente adaptación operística de Richard Strauss. Embriagadora.

Si queréis leer el texto, os recomiendo la edición de la editorial Libros del zorro rojo, que incluye las ilustraciones de Beardsley.

Tómate tu tiempo, pero calladito

Leído detenidamente el reciente artículo publicado por Francisco Amaya, nuestro Secretario General, no puedo sino ejercer el derecho sano y necesario a la réplica, que sin lugar a dudas enriquece y refleja la diversidad de nuestra comunidad educativa, subrayando que como le sucede a Amaya el docente también transita con perplejidad ese espacio vulnerable y a veces exasperante entre la realidad y el deseo.

Culmina su texto nuestro secretario con lo que creo que en el fondo es la intención premeditada del mismo -por mucha retórica paralela que adorne el artículo- y que suele ser habitual en esta administración: poner la causalidad de los aspectos distópicos del sistema educativo en los docentes y no hacer un ejercicio de autocrítica sobre los errores sistémicos que deterioran la calidad de la enseñanza, de los que es responsable primero y último la política educativa de la consejería.

No es la primera vez que Amaya y Esther, nuestra consejera, se refiere al debate de los docentes como ruido mediático, obviando adrede los argumentos legítimos y a menudo razonables que esgrimen los docentes, sufridores -junto a alumnos y familias- de los efectos perversos de esta política educativa. Pero no se limita a esto, mete aún más el dedo en la llaga, tildando esa voluntad disruptiva del docente como falta de vocación.

Comparto con Amaya la idea de que todo ajuste práctico de una ley educativa, y más aún esta, requiere tiempo, pero se equivoca en que esta paciencia debe ir acompañada de un silencio cómplice con las miserias del sistema, que día sí y otro también debemos sufrir en nuestros centros educativos. Los errores cometidos por su administración exigen más humildad y reflexión, y menos arrogancia y autocomplacencia.

Es común a toda política educativa interpretar la crítica interna como deslealtad o ruido, cuando no -en un ejercicio de enfermiza paranoia- ver en ella la mano invisible de la oposición política. Esta ceguera no solo demuestra la falta de escucha a la comunidad educativa, sino también cómo nuestro sistema educativo depende de agendas políticas, a menudo ajenas a intereses educativos, que lesionan gravemente el ejercicio de nuestra profesión.

El texto de Amaya no desiste en su empeño de poner el foco sobre la supuesta actitud negativa del docente ante la LOMLOE, confundiendo responsabilidad profesional con libertad de expresión. El sometimiento a una ley en una democracia nunca debiera asumirse acríticamente por la ciudadanía, pese a que toda ley lleva presupuesta obligación de cumplimiento.

Subraya Amaya que el «ataque» -otro disfemismo deliberado- de los docentes a la LOMLOE obedece a su «frustración», a la contrariada distorsión cognitiva que le produce descubrir cómo su práctica docente no sigue el ritmo que exige la realidad imperante. El principio de realidad institucionalizada se impone al deseo frustrado del docente quejicoso.

Como puede observar el lector, Amaya nunca analiza y critica su gestión educativa, ni siquiera apunta los retos esenciales a los que se enfrenta el sistema educativo. Se limita a echar balones fuera, una vez más limitándose a subrayar con rotulador grueso el ruido mediático y la frustración del docente. Hay en esta actitud manifiesta un carácter nada oculto de soberbia, que no hace sino aumentar el divorcio entre la ley y los docentes. Todo lo bueno que pudiera tener esta ley queda empañado por la persistente ceguera de la consejería, generando el efecto contrario de empatía y compromiso que debiera provocar.

Sin quererlo, Amaya da en el clavo con estas líneas que podéis leer más abajo. El condicional con el que comienza la frase lo dice todo. Si los docentes y la gestión de esta política educativa compartieran igual diagnóstico… Ciertamente no lo comparten, no hay empatía ni acuerdo, no hay aclamación ni alegría. Y no la hay en parte no porque la ley sea deficiente o indeseable per se o en su totalidad, sino porque su gestión y comunicación es nefasta.

Después de que la normativa autonómica saliera a la luz, tarde y a trompicones, el primer paso de la consejería, también tarde y a trompicones, sin mediación de inspectores que explicaran con sencillez -ni ellos mismos sabían cómo explicar ese imponderable- y calmaran los ánimos a pie de aula, fue lanzar píldoras formativas que lejos de hacer más entendible la ley y aplicable en su fase embrionaria su programación y evaluación, provocaron un efecto de rechazo, cabreo y confusión generalizados. Y bajo esos afectos seguimos, perplejos y hartos. A lo sumo, aliviados porque un papel más queda entregado y ya podemos, si nos dejan, dedicarnos a lo que importa.

Es evidente que para que una nueva ley prospere, y más aún una como ésta, que pretende un cambio radical, en abecedario y sustancia, debe ser más sencilla o al menos facilitar un tránsito de vocabulario, métodos y evaluación que facilite una sana aclimatación. Esto no se ha dado. Buena parte de la responsabilidad del revuelo que ha generado esta ley se debe a la errónea gestión institucional de la misma en sus primeros meses -y lo que nos queda por ver-, la intención a mi juicio suicida de pretender que los docentes entendieran lo inefable deprisa y corriendo, sin tiempo a masticar y adaptar, debatir y converger, sumar y evaluar con serenidad y sana crítica. La programación se convirtió en un enorme marrón, que generó y aún genera múltiples efectos perversos y reacciones contrariadas que más que generar simpatía, provocan indiferencia, cuando no desprecio.

Se equivoca Amaya al eludir su responsabilidad, y por extensión la de la consejera, en este proceso. Y no solo se equivoca, demuestra también un indignante ejercicio de ceguera profesional, al poner el acento en el docente como causante del llamado «ruido mediático» y «frustración» circundantes. Mal empezamos si los que debieran gestionar con inteligencia emocional y sana autocrítica los asuntos públicos echan piedras sobre tejido ajeno, pidiendo a la vez que los docentes se comprometan y asientan en «silencio».

No solo empezamos mal; no sé si ya es tarde para enmendar el entuerto. La versión preliminar que se lleva el docente para sus adentros no promete futuribles compromisos con la ley. A priori, incluso sin haber salido, no pocos docentes ya la miraban mal y de refilón, sin esperanza y con hartazgo. Otros, acostumbrados a la cansina procesión legislativa que caracteriza a nuestro sistema educativo, ni siquiera disienten, se limitan a bostezar y esperar a que venga otro ejecutivo y orine satisfecho sobre la LOMLOE, haciendo de nuevo de su capa política un nuevo sayo inútil y pasajero. Los hay que, eficaces funcionarios, fieles al imperio de la ley, dóciles sabuesos, esperando el hueso de su amo, o temerosos de su ira divina, fueron a todos los cursos, tomaron nota y rellenaron decenas de plantillas e informes, planificaron lo implanificable, detallando incluso todas, una a una, las situaciones de aprendizajes -¡a saber!-, aunque no supieran a ciencia cierta qué estaban rubricando en su afán cumplidor, más por miedo a ser amonestados por palacio o reclamados por algunas familias que por celo religioso hacia la nueva ley. Los hay que por ese miedo y mucho cansancio volvieron y reforzaron su fidelidad al libro de texto, a la santísima trinidad de explicación-tarea-examen, y si no te gusta, ¡denúnciame!. Que hay que poner nota cualitativa… convierto un 8 en un notable, un 5 en un progresa adecuadamente y listo. Para qué complicarse la vida. El libro te dice lo que debes hacer, sigues las instrucciones y te evitas tener que diseñar tú mismo las situaciones, los materiales, las rúbricas.

El augurio -alentado por la propia consejería- de que esta nueva ley traerá más burocracia y dolores de cabeza está provocando el efecto contrario al esperado en una ley que pretende que el docente diseñe el proceso de enseñanza autónomamente, con creatividad, contextualizando los retos educativos y evaluándolos a partir de la voluntad de potenciar múltiples competencias. En vez de generar ilusión, el escéptico, incluso el que empezaba a convencerse de la necesidad de esta conversión, está replegando velas ante la sospecha de que este viraje termine por agotarle.

Ya antes de la LOMLOE veníamos experimentando un progresivo agotamiento, provocado en buena parte por una creciente burocratización del proceso de enseñanza, una menor autonomía en el ejercicio de nuestra profesión, al arbitrio de múltiples proyectos enlatados por la consejería, que aumentan el papeleo e introducen procesos artificiales, ajenos al ritmo y voluntades de cada centro. Bajo este panorama llega la LOMLOE con ínfulas de cambio, envuelta en papel con brillantina, pero que al abrirla genera sopor, más papeles que entender y rellenar, anulando toda posibilidad de ver en ella una oportunidad de mejora educativa.

A esta distopía hay que sumar el exiguo compromiso institucional por dotar al sistema de un presupuesto digno en plantillas y ratios. Pese a que la consejería pretenda hacernos colar como honesta una rutilante gestión presupuestaria, a pie de aula no se ve refrendada por realidades halagüeñas. Me sorprende -evito añadir la indignación por mero hartazgo- que en su texto Amaya hable de atención a la diversidad y con aplomo moral permita que en mi centro y otros muchos se mendigan plantillas en los departamentos de orientación para poder atender necesidades graves. Este curso pedimos medio AL, medio, has oido bien, medio. Ni tres cuartos nos dieron. En fin. Bien podría nuestro secretario general evitar perder su tiempo y el nuestro con artículos como éste, que sin duda no hacen sino generar en el respetable más de ese ruido y frustración, o un bostezo infinito que habla por sí solo.

Necesitamos un equipo en la consejería que sepa oír a la hierba crecer, que respete los ritmos y afectos plurales, contrariados pero dignos, de los docentes. Que aliente esperanza en vez de hartazgo, que ilusione en vez de regalar infumables cursos y asustar con kilométricos informes que rubriquen con punto y coma cada paso que damos, sin confiar en el buen oficio del docente. Necesitamos ese equipo, pero éste no es ni se le espera.

Atrévete a pensar, atrévete a pensar

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Cuando leo esta noticia, inicialmente se me viene la imagen de décadas pasadas, cuando estados totalitarios (y no tanto) arengaban a las masas a sacrificar mente y cuerpo por una causa metafísica, justificando su profano catecismo a través de valores indefectibles. Nuestra limitada e inducida comprensión de la vida cotidiana de la población rusa limita el retrato a una exégesis simplista, como la que de seguro les llega a ellos de la Europa soberbia y autosuficiente: no conocen otra cosa, no les llega información plural, viven bajo un Estado despótico, nuestra forma de vida es mejor… Sin embargo, debiéramos repensar si esta percepción es o no aplicable a nuestro modelo social, el de la vieja Europa, trascendiendo críticamente la imagen elevada que tenemos de nosotros mismos.

Pocos ciudadanos españoles se atreverían a defender la necesidad de «morir por la patria». Hay estudios sociológicos que avalan un escaso porcentaje de apoyo a un compromiso belicista. Pese a que hubo un movimiento social significativo que defendió el «no a la guerra» de Irak -guerra que no afectó apenas a la vida cotidiana española y que devino en una farsa impuesta por EE.UU.-, los efectos económicos que la crisis de Ucrania están provocando sobre los españoles no ha generado la más mínima disensión ciudadana. Más aún, existe una flagrante censura informativa que impide alentar narrativas mínimamente críticas con la postura geoestratégico del gobierno español. Sin embargo, el efecto sobre la calidad de vida y los derechos básicos está siendo más que significativo. La población masculla y traga.

Pese a tener (sobre el papel) libertad de expresión, libertad de prensa, apenas existen expertos e intelectuales que ofrezcan un análisis complejo y crítico de esta crisis -para encontrarlos debemos leer otras fuentes acreditadas, pero censuradas en medios oficiales-, y menos aún una apuesta por otras salidas que no sea el frentismo económico con Rusia y China y la búsqueda de soluciones diplomáticas que impidan que más ucranianos mueran cada día y que Europa se desangre económicamente. Por lógica, ese escenario pacífico e inclusivo es al que debiéramos aspirar para salir de esta crisis, pero por lo visto la lógica está ausente entre nuestros gobernantes.

Incluso el discurso público de los gobiernos europeos parece más belicista que el de la propia Rusia. Hace una semana la Unión Europea, alentada por EE.UU., animaba a Ucrania no solo a defender Donetsk y Lugansk, sino también Crimea. Un despropósito monumental. A esto se suma que no solo se nos insta a aceptar pasivamente un destino implacable en términos económicos, sino también a asentir ante un plan de reformas estructurales que desmontan el consenso social aceptado durante décadas, como si de un designio divino se tratase y la voluntad popular no tuviese voz ni voto. Como si la crisis de Ucrania fuese el escenario perfecto para imponer reformas drásticas que de otra forma la ciudadanía no aceptaría tan dócilmente. Mantener la crisis conviene a una Europa que quiere desmantelar el consenso económico y social por el que apostamos desde la creación de la Unión.

Intuyo que no será un tránsito tan dócil como esperan los gobiernos. ¿Qué pasará cuando la clase media europea despierte de este sueño inducido? Los ciudadanos británicos ya están empezando a reaccionar con resistencia pasiva al coste de la luz. ¿Qué pasará en los comicios del próximo año en España? ¿Y en Italia dentro de nada? ¿No supondrá un repunte de los gobiernos de ultraderecha y antieuropeístas? Acción-reacción. ¿Aceptará la ciudadanía este órdago que limita el gasto público, reduce los salarios y aumenta el precio de bienes esenciales? La disensión social es por ahora exigua o inexistente -a una rana satisfecha se la cuece lentamente-, pero puede tener un coste electoral preocupante a largo plazo, oscilando hacia posturas ideológicas menos democráticas en la vieja Europa.

El precio puede ser muy alto y sin haber conseguido nada, excepto un desgaste en derechos básicos que hasta entonces creíamos eternos e infranqueables. La rana satisfecha vivirá peor y bajo gobiernos despóticos de discurso dulce. ¿Qué nos diferencia -me pregunto cuando los veo- de esos maestros de escuela rusos, teniendo que desplegar enormes banderas y recitar la letanía belicista impuesta desde el Kremlin? El dogmatismo acrítico, la autocensura, el silencio aceptado mientras esté mínimamente caliente, esta indolencia complaciente es aún más lesiva durante se da bajo el manto de estados democráticos. ¿Dónde queda la arenga kantiana a esa ilustración perezosa? Atrévete a pensar, retumba en mis oídos la invitación del filósofo de Königsberg. Atrévete a pensar. Ya en la coda del siglo XVIII, Kant intuyó que el mayor impedimento para que un país sea próspero y sabio no es tanto la incompetencia de sus gobernantes, sino la cobardía de los gobernados, dócilmente instalados en el presente, cómodos en su ignorancia.

No solo entre los jóvenes estudiantes a los que doy clase, también en los talludos adultos con estudios universitarios, observo una progresiva tendencia a aceptar lo que venga, a claudicar ante una sociedad donde algoritmos teledirigidos deciden qué pensar, qué comer, qué disfrutar, qué votar, qué callar. Nada va a cambiar, Ramón. Esto me confesaba una alumna de Bachillerato cuando la animaba a confiar en la acción colectiva como motor de cambio. Esta alumna interpretó mi optimismo -puede que con benévola simpatía- como un ejercicio de suicida ingenuidad. Take the money and run, reza el título de una película de Woody Allen. He aquí el signo de nuestro tiempo. Pero no podemos obviar su anverso, susurrándonos a los oídos: atrévete a pensar, atrévete a pensar. “Si te dan un papel pautado, escribe por detrás”, decía el poeta Juan Ramón Jiménez, ¿Cómo si no podría un docente empezar este curso ante sus alumnos? ¿Recitando, como en Rusia, la arenga institucional? ¿Claudicando ante el fatal destino que augura sin remisión el fin de la abundancia (para la mayoría, que no para todos)? ¿Animando a tomar lo que puedan, sin mirar atrás? ¿Leer acríticamente el catecismo curricular del área de Unión Europea?

Cuando un ministro de Educación sella oficialmente en su ley rutilante de entretiempo que uno de los objetivos de toda enseñanza debe ser el desarrollo del pensamiento crítico, ingenuamente no advierte que en ese llamamiento pedagógico está introduciendo en el sistema un peligroso virus que debiera fracturar la aceptación de lo que hay. Como le dijo Freud a Jung cuando llevaron el psicoanálisis a Estados Unidos: «No saben que les traemos la peste». ¿Por qué entonces no sentimos los adultos el indignado aliento de la juventud, su desprecio del mundo que les dejamos, vulnerable y quebrado, su resiliente necesidad de cambiarlo? Porque tanto el ministro de Educación como el resto de adultos sabe que este llamamiento es mera retórica con la que adornar un catecismo social hueco. Todo pensamiento crítico que sea digno de ese nombre debe incomodar, generar en quien lo escucha una mínima y desasosegante distorsión cognitiva que aliente unas mirada trasversal, un horizonte de nuevas perspectivas, esas que con voluntad y apoyo mutuo debieran convertirse en acciones vinculantes, no en desahogo o consuelo narcotizante.

Esto es educar, más allá de embutir contenidos. No solo debemos enseñar el qué, sino dar herramientas con las que saber qué hacer con lo que sabemos. Los griegos diferenciaban entre conocimiento y sabiduría; esta última trasciende la fría arquitectura de lo aprendido e insta a construir libremente un armazón ético sobre el que articular nuestras acciones cotidianas, nuestro compromiso con el mundo. No basta con aprobar un examen, ni siquiera con aprobar la ESO o Bachillerato. ¿Qué haré con mi vida, qué persona quiero ser ante los demás? ¿Cómo enfrentarme a la frustración y el dolor? ¿Cómo vencer la injusticia y confiar en el otro para cambiar lo que me pasa? El único concepto que introducen todas las leyes educativas y que supura esa necesidad es el de pensamiento crítico. Claro que para que un docente sepa transmitirlo primero debe ejercitarlo él mismo. No se puede enseñar lo que no se aprendió. Lo razonable debiera ser que escuelas sean espacios de libre pensamiento, disensión, discusión y acción colectiva, pero no sin escozor, sin desaliento, sin ese desacomodo personal que genera descolocar nuestro confort mental. El pensamiento crítico que alientan las autoridades y sus funcionarios -los que así se sienten- es light, bajo en neuronas, vegetativo, anecdótico, venial, publicitario, no genera problemas ni los resuelve. No es mejor esta actitud que aquella con la que los docentes rusos airean, resignados, en el patio de su colegio su bandera, animando al sacrificio. No lo es porque aquí se presupone la posibilidad de un pensamiento crítico real, efectivo, que fracture los discursos imperantes y aliente otras sendas, más allá de lo que digan o hagan quienes detentan el poder.

Emulando al apasionado profesor de la película El club de los poetas muertos, os invito a asomaros no al fantasmal susurro del pasado, que nos impele a vivir intensamente, sin preocupación ni mesura, sino al confuso horizonte del futuro, que clama a viva voz: atrévete a pensar, atrévete a pensar.

Ramón Besonías

Otra lengua en otros labios

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Como diría Derrida, el texto (lo otro) habla, está vivo, y lo hace a lo largo del tiempo de formas diferentes. Muchos textos habitan en el mismo texto, como millones de lecturas lo acogen y dialogan con él. Y pese a que una cierta imprimación generacional pueda influir en la lectura, leer es cosa de dos, y cada cual y en cada momento de su vida se sumerge en un texto y lo lee contemplando en él grietas que mutan, intersticios nuevos en cada lectura, desde los que se escapan significados reveladores antes inexistentes. Muta el texto y muta quien lee, y en ese devenir inefable, en ese encuentro único entre la palabra escrita y el lector, tiene lugar el milagro. Nunca te bañas dos veces en el mismo… libro.

El autor de este texto leyó los poemas de Neruda y ese día a esa hora se le antojaron viejunos, de incómoda moralidad. Tal es su perplejidad ante el texto que se atreve a generalizar y afirmar que «ninguna mujer se reconocería hoy y ninguna persona cabal buscaría en nadie para amar». A saber qué es eso de ‘cabal’ y si todas las mujeres leerían bajo el mismo prisma los versos del poeta. A saber si el mítico “me gustas cuando callas porque estás como ausente” sería leído por todas las mujeres como “calladita estás más guapa” y no como la emoción que evoca la contemplación de la amada cuando quizá en la habitación, sentada sobre un sofá, mira sin mirar, ensimismada, bella para el poeta en su silencio. Como lo haría también una mujer con su amado en esos momentos inútiles pero reveladores en los que uno parece que estuviera sin estar, en sus cosas, perdida la mirada, sereno, sin la herida de los afanes cotidianos.

Martín López-Vega, el autor de este artículo, es poeta. Debiera saber que tanto lo que escribimos como quien nos lee no nos pertenece, y en cada encuentro con la palabra, como en un paisaje revisado, la luz y sus sombras mutan, revelando renovadas emociones e ideas al son díscolo de la experiencia. La lectura de López-Vega es legítima, pero no más allá de la epidermis de quien la conjura. Quizá no mañana, dentro de un año, si lee de nuevo esos mismos versos, el texto hable para él otra lengua en otros labios. No por ello tendrá porqué desdecirse de su impresión peregrina. La lectura nos delata, habla más de nosotros que del autor, de aquel que fuimos mientras nuestros ojos recorrían la marea de un verso sobre el papel.

Ramón Besonías

Penélope

Comienza la obra de Camus, El mito de Sísifo, con esta cita de Píndaro: «No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible». Sísifo sube una y otra vez la piedra que caerá por la ladera y deberá volver a arrastrar en un ciclo interminable a modo de afanosa rutina, metáfora plástica del devenir humano, condenado sin remedio a obedecer los dictados de su trágica existencia. El héroe rompe el círculo natural, trasgrede su sino, pero es consciente de ello y acepta el seguro castigo por su atrevimiento. Nadie puede escapar al destino, pero sí rebelarse en un acto de inútil objeción, asumiendo la responsabilidad que ello acarrea. El gozo de la transgresión merece el intento. También la rebelión contra lo inevitable es connatural al ser humano, aunque solo concedido a los audaces.

Pese a que Sísifo es condenado a un castigo cruel y agotador, Camus imagina ese momento en el que el personaje baja la ladera en busca de la piedra que una vez más deberá levantar; es el único instante en el que Sísifo puede realmente ser libre dentro de su cautiverio, sentirse aliviado de la carga impuesta, bajar despacio, deprisa, como quiera, mirando al cielo, imaginarse a sí mismo, en sus adentros, ajeno a su suerte, como el obrero que tras una semana agotadora anhela un merecido fin de semana. Vana ilusión, quizá, pero tan necesaria.

Penélope con ingenio diseña conscientemente la argucia de tejer de día y destejer de noche, alargando el tiempo, a la espera de la vuelta improbable de su marido. Pese a que todo parece ponerse en su contra, persiste y resiste, se niega a aceptar lo inevitable, que en un acto de irónica justicia Homero convierte en final feliz. Ulises regresa. Homero construye la primera novela de aventuras complaciente, al estilo de Hollywood, happy end. Chica quiere a chico, chico se va, chica le espera, otros chicos la acosan, chica resiste, chico vuelve, chica y chico juntos de nuevo. El amor gana. Solo que en el caso de Homero el amor no es el valor que sostiene la trama, sino el equilibrio del orden social. El hombre guerrea, la mujer espera; el hombre hace, la mujer padece; el hombre se tira a todo lo que se menea, la mujer permanece fiel a su marido. This is Greece! C’est la vie. Y nadie puede excepto los héroes, y alguna que otra heroína, juguetear con el destino y menos aún salir indemne del intento.

Penélope, pese a ser una mujer estándar de su época, es también una heroína singular. Transgrede lo que parece ser un futuro predeterminado, acabar en manos de un varón que sustituya al rey ausente, y su treta funciona, contra todo pronóstico obtiene el pago a su osadía. Penélope sabe, como cualquier mujer de entonces, que no es libre, que debe ser fiel a su marido, que debe callar, esperar, que las leyes no escritas de su sociedad son taxativas y la condenan como mujer al papel de fértil y sumisa esposa. Ese es su destino. No hay libertad posible para nadie, menos aún para una mujer. Pero mientras su marido se las ingenia a miles de kilómetros, construyendo un caballo con el que engañar a los troyanos, ella en Ítaca urde un prosaico pero eficaz plan que la permita mantenerse firme y evitar acabar en manos de otro hombre. Penélope rompe el ciclo inexorable del destino, de día teje y teme lo inevitable, y de noche, como Sísifo bajando la ladera, desteje, se rebela, imagina, es libre dentro de su cárcel. En ese instante, al arrullo de la noche, en su gineceo, no se debe a nadie, desteje no solo una tela, también la vida que otros sueñan para ella. Y la cosa funciona. No paga tributo a su descaro. Quizá Homero pensó que después de todo, pese a reconocerle cierta inteligencia a su personaje, en el fondo la treta textil no fue otra cosa que mero instinto femenino, atajos que la naturaleza brinda a las mujeres para acabar haciendo lo que se espera de ellas: ser fieles y parir. Pero Homero adrede no cuenta todo lo que podría acerca de su personaje. Se limita a esbozar la hermosa imagen de la tejedora, sin darse cuenta que futuras generaciones de lectores y lectoras quizá buscaran detrás de esa imagen incompleta nuevas metáforas que exorcicen sus propios anhelos e incertidumbres.

Siempre me ha intrigado cómo Penélope consiguió durante los 20 años que duró la ausencia de Ulises eludir la creciente insistencia de sus pretendientes. No hay alma que resista ese duelo, ni cuerpo que lo aguante. Lo lógico es que a los pocos años hubiera sucumbido y aceptado alguna proposición. La argucia del sudario mágico hubiera colado unos meses, pero pasado ese tiempo los pretendientes se hubieran olido la mentira. ¿Qué hizo Penélope para convencerles durante tanto tiempo? Se mantiene firme y resolutiva, audaz e ingeniosa, y todo ello en silencio, tomando decisiones en las entretelas de palacio. Shakespeare hubiera sin duda escrito una gran obra que desgranara el hábil proceso de esta argucia, que ilustrara el carácter de esta mujer poderosa, injustamente relegada al papel de solícita esposa, aguardando a su marido mientras éste hace su guerra y corre aventuras de vuelta a Ítaca. Una odisea no escrita aún está por escribir, la de Penélope durante esos 20 años. Sabemos qué le sucedió a Ulises, sus múltiples desventuras, pero apenas sabemos algo más de Penélope que su tejer y destejer. Por eso Penélope es un suculento personaje abierto a la imaginación. Son los futuros lectores, las futuras lectoras, quienes deben rellenar los vacíos de la ficción, que son sin duda también vacíos de la Historia, la que escribimos los hombres para otros hombres desde tiempos sin memoria.

Eso es lo que hace Magüi Mira en su versión de Penélope para el último Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Una versión libre y personal del texto de Homero. Lo deja claro el aya Euriclea, en cuerpo y voz de María Galiana, al inicio de la obra: Vengo a contaros un cuento, mi cuento. Y así es. Magüi Mira utiliza el texto de Homero solo como mero esqueleto narrativo, nada más. Podría haber sido Homero o cualquier otro autor; lo mismo da. Magüi Mira cuenta su cuento, que no es la historia de Penélope como personaje universal, a la luz del imaginario trágico de Homero, sino la instrumentalización del personaje para desgranar sin disimulo las convicciones feministas de la directora. He visto numerosas obras en este festival con personajes femeninos potentes, como Medea o Antígona, y sin perder el potencial narrativo del texto original ni disimular la querencia por un personaje profundamente feminista, sus directores o directoras eran capaces de hacernos empatizar con ella, sentir sus trágicas contradicciones, sin por ello poner las convicciones morales de su autora por encima de la trama, sin convertir al personaje en monigote a expensas de los mandamientos de su creadora.

La Penélope de Magüi Mira juega con cartas marcadas y se nota mucho, tanto que el intento desluce la riqueza que podría haber ofrecido un personaje así si hubiese tenido vida propia, más allá del catecismo de su creadora. Como en muchas películas de Hollywood, los hombres son malos, malísimos, dibujados con pincel grueso como grotescos buitres al acecho de la hembra o indolentes maridos que utilizan a su mujer como trofeo, mientras que las mujeres aparecen como prototipos del imaginario feminista de su creadora, ajenas a los condicionantes sociales de su época, sin la fuerza trágica del teatro griego, heroínas sin alma. Como espectador no te crees a los personajes y te sientes burdamente manipulado por la directora. Una manipulación que no funciona, porque no oculta su intención, antes bien se regodea en ella, poniendo al servicio de esas convicciones cada escena. Como panfleto feminista es eficaz, sin demasiada complejidad psicológica, da lo que busca a un espectador despistado o complaciente. Pero este que escribe busca algo más, sinceramente. Y no confundan, por favor, mi decepción como ataque al feminismo. No van por ahí mis tiros. Una obra teatral se debe a sus personajes, que sobre el escenario deben respirar ajenos a los intereses de su autor, sentirse como vivos en su contradicción, y no títeres movidos por los hilos de un torpe ventrílocuo. ¡Qué lejos está esta Penélope de la Antígona de Blanca Portillo de hace nueve años! Decía acertadamente su director, el mexicano Mauricio García Lozano: «Hay que mantener la lengua más callada y pensar mejor». Para que sean los personajes quienes hablen, incluso sin hablar, y dejes que el espectador zurza a libre albedrío los retales de lo inefable, lo no dicho, eso que sientes que está ahí y no sabes cómo explicarlo.

Si vas a inventar otra Penélope, sería de agradecer que estuviera viva más allá de la prosa y evitar que el texto ahogue la trama, ajando la credibilidad de los personajes. La Penélope de Magüi Mira no solo no cumple con estas condiciones, sino que se jacta de transgredirlas, intenta convertirlas en una impostada virtud. Una pena, porque se nota cómo actrices y actores -entre ellos un Jesús Noguero de dicción y presencia contundentes- hacen lo que pueden, intentando defender sus personajes contra elementos que les superan. Como Sísifo, levantan la obra cuesta arriba y sin resuello. Esperemos que alguien con más acierto recupere la figura de Penélope y nos regale un personaje que trascienda a su autor, invitando a los espectadores a imaginar sin mostrar, creer sin ver, sentir sin decir. A la espera.

La quimera prodigiosa

Cada cual tiene una relación peculiar con la imaginación. Por ejemplo, mi madre detesta las películas en las que aparecen seres fantásticos. No disimula su desagrado, traza un explícito mohín en sus labios, dibujando una sonrisa nerviosa, cuando ve desfilar por la pantalla elfos, perros que hablan, seres de otra galaxia y demás entes que sobrepasen su estricta demanda de realidad. Tampoco soporta que en las películas se destroce el mobiliario, o salten por las aires coches durante una persecución. ¡Vaya desperdicio!, confiesa. En el imaginario de mi madre, seres y cosas son lo que a su juicio debieran ser; le incomoda el renglón torcido, la mancha, el desguace, la ruina perceptible del tiempo sobre lo vivido. Una benigna obsesión por el orden, la medida exacta de las cosas, configura su memoria, en un anhelo imposible de verdad. La quimera popular del cine basado en hechos reales. Tan real como creía vivirlo mi abuela, que recriminaba a su hija exponer sus piernas frente a la tele, creyendo que esa gente que hay dentro del televisor puede sin duda vernos y juzgarnos. El tiempo ha dado la razón a mi abuela; hoy, en la era del streaming y las redes sociales, fríos algoritmos controlan desde el otro lado nuestros gustos antes incluso de que los tengamos.

En cualquier caso, todos imponemos al séptimo arte reglas que mariden con nuestro imaginario particular. A priori podría parecer que el reino de la imaginación es un campo sin límites, donde trasgredir sin riesgo leyes, normas y gustos, pero no es así. El censor, el juez, los temores no resueltos, las exceptivas en tránsito acaban colándose en nuestro viaje interior. Mi amigo F. detesta las películas en las que todos los personajes son estúpidos. Al menos uno debiera estar cuerdo, dice, para trascender el callejón sin salida al que nos conduce la insensatez. La grotesca deformación de la realidad como ejercicio lúdico o delirio nihilista le supera. No puede ser que el horizonte de la trama nos conduzca a una locura irredenta. Todos locos, no, por favor. Recuerdo su cara, comentando O Brother, Where Art Thou?, de los hermanos Coen. La Odisea de Homero convertida en un esperpento suicida. Nadie se salva, cualquier cosa es posible. No, el guión debe arribar puerto, el que sea, pero un puerto. Un salvavidas que humanice a los personajes; aunque sean impredecibles, delirantes, sometidos sin remedio a su hibris, el hilo de la trama no puede sostenerse sobre el camino a ninguna parte de monigotes sin alma, caricaturas, bocetos, al son de un absurdo sin más lectura que su desahogo.

Nuestra forma de juzgar las películas dice más de nosotros que de ellas; la exégesis nos delata. Una amiga de mi madre tiene un desenfrenado gusto por las películas de terror, tan vehemente como el pavor que le producen. El miedo que siente cuando las ve le proporciona un placer que compensa el mal trago. No le importa ver películas de terror por la noche, pero deja encendidas todas las luces de la casa. Cuando comenta la última película de terror que ha visto lo hace con una lujuriosa sonrisa en la cara,. Lo más habitual es encontrar espectadores que rehuyen ver películas de terror precisamente porque no quieren pasar miedo. Para pasarlo mal ya está la vida, dicen. La amiga de mi madre paga con gusto el peaje del miedo porque en el fondo desea pasarlo mal, como quien realizara un viaje lisérgico, para volver después a la calma chicha de la rutina cotidiana y soñar de nuevo con un nuevo viaje terrorífico que trascienda la prosaica estampa de sus días.

Recuerdo una amiga médico que cuando iba al cine y detectaba los errores que trasgredían los límites de la física, desvelaba a viva voz el fake, entusiasmada. Los que íbamos al cine con ella apreciábamos sin disimulo su pericia forense, pero cuando volvía a la carga en medio de una batalla, desvelando que la sangre que sale de la garganta del soldado medieval no debiera ser de ese color ni salir con tanto ímpetu, su celo deconstructor se tornaba a nuestros ojos en cabreo disimulado. Simplemente queríamos ver la película, sin que los comentarios del director nos ajaran el disfrute de lo inverosímil. ¿No es acaso esa incredulidad temporal lo que permite por unas horas disfrutar del impúdico exceso, la transgresión de reglas y normas, sin sentir agraviada por ello tu inteligencia? Sí y no. En un acceso irrefrenable de celo profesional, mi amiga iba al cine a la caza del atrezo, impidiendo que el resto disfrutáramos sin tener porqué pensar en plena contienda si la sangre es ketchup, grosella o pintura orgánica. Porque el cine es -al menos para mí- eso, un artificio consentido, una vuelta a la infancia, feliz en su inocencia. Un truco de magia al que no buscas doblez alguna; te entregas a él con asombro, aún sabiendo, ya lejos de su prodigioso eco, la mecánica que lo sostiene. El cine es un dime que me quieres, aunque sea mentira. Porque al calor de la ficción, la realidad vivida delata su verdad fingida, invitándonos a reescribirla.

Escuela COVID: cómo convertir la incertidumbre en una oportunidad para aprender

Si en marzo no estábamos preparados para el escenario que se avecinaba y que convertiría el proceso de enseñanza en un ejercicio de improvisación por el imperativo de circunstancias ajenas a nuestra voluntad, sin tiempo ni mochila que aliviara nuestra incertidumbre, septiembre se adivina aún más sorpresivo y surrealista, no solo porque sin lugar a dudas la necesidad de someternos todos, alumnos y docentes, a una exigente profilaxis se tragará de un bocado buena parte de nuestro tiempo y nuestra energía, sino porque las posibles combinatorias a las que nos enfrentaremos no se limitarán a la idílica estampa de una enseñanza presencial. Antes bien es más que previsible que la imponderable incidencia del COVID sobre la salud de alumnos y docentes nos someta a todos a casuísticas que requerirán algo más que un par de remiendos y no poca paciencia.

Imaginando -mucho imaginar es- una vuelta bajo condiciones idóneas de espacio, ratio, medios y demás requisitos dignos, ya de por sí es más que probable encontrarnos con múltiples efectos indeseados y muchos de ellos imprevistos, a los que responderemos sobre la marcha -no queda otra-, utilizando el método más antiguo y natural: el ensayo-error. Y ponle dos velas al santo para que virgencita, me quede como estoy.

Si nos atenemos al protocolo enviado por las consejerías a la comunidad educativa, la primera imagen que se me viene a la cabeza es la de un grupo de alumnos (en mi caso de Secundaria) cuyo número se ajusta a la distancia recomendada por Sanidad; eso siendo bien pensados y no encontrarnos en septiembre con que nos han dado gato por liebre. Alumnos en mesas individuales, a 1,5 metros (o 1 metro; a saber qué nueva directriz saldrá de intendencia), mirando al frente, con sus mascarillas puestas y con materiales escolares que no podrán compartir. La escenografía que aconseja Sanidad se parece mucho a esas escenas de la escuela de crucifijo y palio, o esas otras que pululan en los medios de las escuelas asiáticas, más acostumbradas al ordeno y mando. El profesor en la proa y los alumnos alineados en formación. Imagínate a un docente -ya de por sí cansado, cabreado y escéptico- preparando sus clases a inicios del curso, viéndose venir que sin lugar a dudas éste será el panorama que se va a encontrar. El estrés que le va a provocar ya sin haber pisado aún el aula tener que atenerse a una coreografía pautada, con miedo a que el descuadre se convierta en contagios, aventura una planificación basada en libro, explicación y examen, mucha pizarra digital (de ver y oír, pero no tocar), mucho dictado (calladitos, que se me contagian), mucho hazme el ejercicio 7 y 9 de la página 42. Mucho de eso y poco de levantarse e interactuar. Pero claro, esa disciplina monástica funciona unas horas, a no ser que tengas en la cartuchera más perdigones. Y ahí es donde empieza realmente la aventura de todo esto. Sin sacar de nosotros una adormecida creatividad, que en el fondo viene a ser lo que es, adaptación al medio y salud para todos, en un mes te asomará una úlcera por el entrecejo. A ti y a los alumnos, que acabarán ‘jartos’ de tu darle al palique y mandar tareas de pupitre.

Ahí es donde nos toca cavilar cómo hacer de tanta incertidumbre una oportunidad para mejorar lo presente, y de paso hacernos la vida más llevadera, a nosotros y los que nos rodean. ¡Que sí, que será difícil! Pero si no ponemos en nuestra mollera el chip creativo, ese que nos dice vale, las cosas son una mierda -que si la consejería lo hace de pena, que si el apocalipsis va a llegar-, pero habrá que reinventarse, si esto no funciona, pues esto otro, y ya veremos… Habrá un momento en el que todo dependerá de tu capacidad de respirar hondo y afrontar lo que venga, a ser posible no solo. Porque si antes del COVID una comunidad educativa unida era de agradecer, ahora es de te como a besos. No podemos emprender septiembre yendo cada cual como quien hace su guerra en su aula y cada cual que se busque la vida. Empezando por los horarios; que si tú vas por la tarde y yo ni de coña, que si a mí no me des candela, que yo en mi aula, a mi casa y listo… No pocos alumnos y docentes llegarán a los centros en septiembre con situaciones personales que añadirán un plus de intranquilidad a la incertidumbre ya sobreentendida. Recordemos que los mayores de 60 años, asmáticos, embarazadas, con problemas de salud crónicos… deben ir a los centros. A eso debemos añadir las secuelas que el confinamiento dejó en algunas familias. Intentar adoptar en septiembre una actitud proactiva y colaborativa con nuestros compañeros y alumnos aliviará mucho el afrontamiento de lo que esté por venir.

Llegar al aula con una planificación colectiva. Por citar un ejemplo, el uso creativo de los espacios exteriores y comunes del centro va a ser esencial. Si ya era complicado que los alumnos aguantaran en un aula 6 horas, imaginen con mascarilla y bajo presión profiláctica constante. Usar todo el centro como espacio de aprendizaje requerirá una planificación de tiempos, medios, seguridad… pero será fundamental para asegurar no solo un aprendizaje eficaz, sino también la salud mental de la comunidad educativa. Hay que tener en cuenta que las actividades extraescolares han sido desaconsejadas, así como la entradas de personas que no pertenezcan a la comunidad educativa. Especialmente en alumnos con necesidades educativas especiales, niños más pequeños y alumnos en situación de riesgo de exclusión social o de vulnerabilidad en su entorno familiar, la vuelta a un centro blindado sanitariamente, con escaso margen de movimiento y sin posibilidad de salidas fuera del centro, va a ser muy duro. De ahí que hacer del centro un lugar acogedor, compartido y creativo será la clave para afrontar esta distopía. Habrá que reinventar el patio, el gimnasio, la biblioteca, el salón de actos…, haciéndolos espacios donde aprender e interactuar sin por ello poner en riesgo nuestra salud.

Además del uso de espacios al aire libre dentro del centro, otro reto será sin duda cómo usar la tecnología como un aliado para el aprendizaje, sin caer en el uso pasivo de aplicaciones y pizarras digitales (entra, piensa y rellena), propiciando el diseño de retos y proyectos colaborativos, gamificar los escenarios de aprendizaje. Unificar el uso de una plataforma dentro y fuera del centro (Rayuela, G Suite…) sin esperar a posibles escenarios de semipresencialidad es fundamental. Todos los alumnos debieran saber cómo se utilizan y empezar a hacerlo al inicio del curso, antes de que un alumno o un grupo-burbuja acabe en casa unas semanas. Crear una red digital de aprendizaje compartido entre docentes del centro sería un inicio prometedor, que comparta no solo recursos, ideas y proyectos, sino también su incertidumbre, las dudas y agobios que generará este escenario impredecible.

Quizá habría que replantearse el concepto absolutista de tolerancia 0 con los móviles en el aula y empezar a arbitrar un plan de uso educativo controlado, especialmente en entornos sociales donde la tecnología está ausente y solo el móvil es medio de contacto digital y ocasión para un aprendizaje no presencial. En familias vulnerables social y económicamente, el préstamo de portátiles no ha funcionado con tanta eficacia como en entornos donde existen medios, ganas y espacios que facilitan un uso adecuado de los mismos; pero el móvil sí ha sido un aliado, a veces el único, para contactar y generar un entorno digital de aprendizaje con esos alumnos. No solo será necesario prepararnos para una posible enseñanza semipresencial o plenamente digital, sino que cuando lleguemos al aula, debido a las restricciones de movilidad e interacción, muchos de los recursos y materiales físicos no podremos usarlos o lo haremos bajo un protocolo de uso que requerirá de ingenio y planificación, cuando no de un constante ensayo-error.

Hay que reinventar la escuela en septiembre. Si el reto durante el confinamiento era ver cómo arreglárselas con un modelo digital para el que no habíamos sido preparados y que generó no poca ansiedad en familias, alumnos y docentes, en septiembre el escenario es más difuso y complejo. Requerirá de nuestra habilidad para combinar un modelo presencial atado de manos y un modelo semipresencial y/o no presencial cambiante y en ocasiones complementario. Puede darse el caso que tengamos alumnos confinados y alumnos en clase, o toda la clase, incluido nosotros, en casa. Por eso es necesario tener una plataforma digital fija, a ser posible compartida con el resto de docentes del centro, que facilite a los alumnos su uso, sin liarles, algo que sí sucedió en no pocos casos durante el confinamiento. Habrá que habilitar a principios de curso un modelo sencillo y práctico de formación para el profesorado y también para el alumnado, de tal forma que en todos podamos saber qué herramientas digitales serán las que se usarán durante el curso, sea bajo un modelo presencial, uno semipresencial o no presencial. El uso didáctico de herramientas digitales será un excelente aliado en este escenario impreciso, repleto de incertidumbres. Algunas como por ejemplo la radio, quizá ya se utilizaban, pero habrá que reajustar su uso a este nuevo panorama, llevando la radio a los móviles de los alumnos y practicando más radio en el patio, con interacciones controladas y uso de medios profilácticos. La gestión de la profilaxis por parte de los alumnos puede ser incorporada como una competencia más que favorezca el aprendizaje, fomentando hábitos de higiene personal, formas de resolución de conflicto, rutinas de autocontrol, cuidado del otro… Que las limitaciones de esta distopía puedan ser convertidas en una oportunidad para que todos, no solo los alumnos, aprendamos.

Además del uso de espacios al aire libre y de recursos digitales, otra asignatura de la escuela COVID será la de reestructurar contenidos curriculares -aligerando contenidos y centrándose en competencias esenciales- y planificar el proceso de aprendizaje, diversificando metodologías, no solo cuando la presencialidad sea imposible. Aunque contra corriente, ya aprendimos algo durante el confinamiento. Habrá que tener en cuenta con mesura y proporcionalidad ritmos de trabajo, reestructuración de contenidos, secuenciación de tareas, diversificación de medios de evaluación, formas de comunicarnos… Y todo esto es difícil hacerlo solos; necesitamos unirnos, generar sinergias de aprendizaje mutuo entre docentes, apoyarnos cuando las contingencias aparezcan -será muchas y estresantes- y aprender a trabajar más unidos, haciendo que todo parezca más fácil y accesible. Igualmente, será una oportunidad para convertir el centro en un espacio abierto a otros centros, poniendo en marcha proyectos y retos compartidos que tengan como aliados las tecnologías digitales y que nos hagan sentir menos solos, aprender mutuamente y faciliten un aprendizaje colaborativo. Soy el primero en levantar la mano para proponer retos este próximo curso, así que si os animáis…

El impacto del confinamiento sobre muchos alumnos será considerable, no solo por el déficit curricular acumulado, sino también por el efecto emocional, el descontrol sobre las rutinas de trabajo… Esto augura una programación nueva. No podemos llegar y, emulando a Fray Luis de León, decir como decíamos ayer… Nada será como en marzo. Ni nosotros ni ellos, ni el centro, ni sus aulas, ni sus pasillos, ni su patio… Pero esto no debiera ser motivo de ansiedad ni estrés, sino de aprender juntos a hacer del defecto una virtud de la que todos salgamos reforzados.

El escenario al que nos obliga el COVID es una asignatura más, dura de roer, pero una asignatura, un reto, un estímulo que tanto a docentes como a alumnos nos servirá para afrontar y resolver conflictos, superar miedos e incertidumbres, aprender a interactuar de otra forma, cuidándonos unos a otros, empoderarnos como comunidad educativa, valorar lo público como un patrimonio compartido que debemos proteger.

Esta situación se presupone bajo un escenario en el que a priori no tengamos problemas añadidos nada más llegar, que dificulten o impidan un inicio de curso con garantías. Si los hubiera sería mucho más difícil y una carga mayor para los docentes y las familias, cuando no tensiones entre la consejería y algunas comunidades educativas (algunas ya existen antes de volver). Una gestión deficiente por parte de la consejería dificultarían las múltiples contingencias a las que ya de serie nos enfrentaremos al asumir un inicio de curso con plena presencialidad, con miedo e incertidumbre, con una evolución impredecible del virus, sin vacuna, con docentes mayores y/o (también alumnos) con enfermedades complejas que les genera mucha inquietud… y con un regreso a ciegas, sin saber de qué medios y espacios dispone cada centro, teniendo que improvisar sin el tiempo y la serenidad que requieren situaciones como ésta.

Es responsabilidad de las administraciones educativas que el peso que recae sobre los docentes y especialmente sus equipos directivos sea lo más ligero posible, minimizando la burocracia, facilitando la toma de decisiones y la autonomía de los centros; reajustando con eficacia las medidas en función de la casuística y necesidades de cada contexto; insuflando de presupuesto a los centros, de tal forma que puedan asumir una vuelta con garantía; apostar por la necesidad de desdobles de grupos de aula cuando la imposibilidad de espacios así lo requiera, así como el consecuente aumento de plantillas o la adopción de un modelo de semipresencialidad por turnos, sin tener que llevar algunas líneas a horario de tarde, como ya se está sugiriendo en los planes de contingencia de algunos centros. Multiplicar la carga real de trabajo y burocracia sobre un profesorado ya de por sí quemado y muy cabreado tan solo hará que la calidad de la enseñanza disminuya y el consenso social entre las consejerías y las comunidades educativas se tensione aún más.

La consejería tiene que asumir su responsabilidad en esta situación, facilitando espacios que permitan la distancia social en el aula que recomienda Sanidad; dotando de medios profilácticos de calidad durante toda esta crisis sanitaria; protegiendo a los miembros de la comunidad educativa más vulnerables y con mayor riesgo de que un contagio complique su salud más allá de una leve sintomatología; dotar de medios digitales y WiFi de calidad a docentes y alumnos en los centros, y a las familias más vulnerables, en el caso de tener que acogerse a una enseñanza semipresencial o no presencial. Todo esto no se puede hacer sin dinero. La sospecha de que las consejerías tienden a minimizar el gasto público en educación en un tiempo en el que los esfuerzos deben ir más allá de lo indecible está más que justificado. Esperemos que el tiempo nos desdiga y septiembre nos sea propicio.

Lo que tiene una que aguantar

Permítanme la ironía. Imagino al contable de turno -que de eso sabe, pero de olor a tiza ni de lejos- haciendo números en su calculadora, digital y liberal ella. Hasta aquí podemos llegar; no te salgas de madre, Manolo, que no hay perras para esto, y menos las habrá. Eso le dice la consejera, que no es la que manda, pero deshoja síes y noes. Si se nos quejan las familias, azuza la faltriquera -que no queremos prensa que destiña-, pero no te pases de generoso, Manolo; y si no se quejan, pues no será para tanto la cosa. Que aguanten. No está el horno para bollos caros. Descongelas el pan de anteayer y listo. Unas mascarillas, wifi, portátiles; qué más quieren. Desagradecidos.

Y si se contagian, pues a casa, y a hacer ‘guebinares’ de esos, que están de moda, y cuando toque -menos tarde que pronto-, vuelta al tajo, a lo suyo, que para eso les pagan, que éstos no entienden cómo está el horno de Eres y despidos a pelo. Que aprendan a entrenarse en la que les espera. De aquí a unos años, todos frugales. Ni subida ni 2% que valga; y a 19 horas, 20 si me chistas.

Nadie muere ya del bicho. Ni ancianos hay en las estadísticas. Los niños, en el aula, aunque sea chica; que los padres deben trabajar y levantar España. Que conciliar es caro y de tontolabas. Si los imberbes no se mueren en esas fiestas a bocajarro, no lo harán en un aula. Aquí todo el mundo a currar, ya estaba faltando ver a un docente en su tajo, que para eso les pagan. Tres meses llevan de asueto digital, quejándose de mandar ‘imeils’. Peor es la mina, más se desloma un camarero. Y encima les pagamos todos. No saben lo que tienen.

Contento está el contable cuando al hacer caja le sobran unos euros. Para el congreso de turno, con gurús de entretiempo y barra libre. Y la telefónica, que ésta se lleva lo suyo en megas. Y no me gastes en mascarillas de Tommy Hilfiger ni geles de Chanel. Y si se gastan, que se limpien con jabón lagarto y se pongan la mano en la boca. Así están más guapos. Calladitos.

Educación pública sí, pero de mercadillo ‘loucós’. Esto es lo que hay, y si no te gusta, ahí tienes la puerta. O paga más impuestos. Que la guita no sale de la saliva. Habrase visto. Así salen luego los niños, mimaos de tanto ‘mainfulnes’. El 10 de septiembre todo el mundo en fila india de a metro y medio, y si no da la eslora, pues a ajustarse. Rediós. Lo que tiene una que aguantar.

¿Y ahora qué hacemos?

Llega un momento en el que a menos que la voluntad de las instituciones educativas sea lavarse las manos, dejando que las comunidades autónomas decidan, y éstas a su vez que los equipos directivos se coman el marrón, cruzando los dedos para que no suceda nada grave, lo obvio se impone: hay que dividir los grupos de alumnos para asegurar la salud de éstos, sus familias y sus docentes.
Intuimos que lo que el gobierno quiere es generar inmunidad de grupo y rezar para que la cosa funcione. Sin embargo, niños y adolescentes a su vez interactuando con numerosos grupos familiares, de amigos y alrededor de su vida social. Es inevitable pensar que las escuelas se convertirán en espacios con un alto riesgo de contagio y múltiples casuísticas, imposibles de controlar.


Caben dos opciones:


1. La mayor parte de los centros no poseen infraestructura para ello, lo que exige habilitar espacios que permitan que esos grupos reducidos mantengan las distancias, así como contratar docentes que los atiendan. Esto supone un trabajo de coordinación con ayuntamientos e instituciones locales y una inversión presupuestaria extra, añadida a la destinada a profilaxis y dotación tecnológica. Sin dinero no se puede acometer con eficacia. Hay que aumentar plantillas y dotar de espacios.


Es necesario que en un centro educativo no convivan un gran número de alumnos y docentes, limitando las opciones de contagio. Esto no se puede hacer si en aulas habituales se concentran 30 alumnos. A no ser que quieran que nos contagiemos y acabemos formando parte de un grupo-control contagiado, en proceso de inmunidad. Intuyo que por ahí van los tiros.


Las familias cuyos hijos vayan a centros donde no se cumplan los requisitos sanitarios, no debieran llevarlos a clase y exigir a las administraciones unas condiciones dignas. Y viceversa, si las familias no cumplen, tampoco los docentes deberíamos admitir la entrada de esos alumnos. Garantías o a casa.


2. La otra opción posee implicaciones sociales más complejas, pero soluciona de forma determinante los problemas sanitarios: Establecer franjas horarias semanales, dividiendo los grupos-aula en dos. Las horas lectivas presenciales se reducirían, estableciendo un día para la enseñanza online. Esto requeriría adoptar medidas de conciliación familiar en el ámbito laboral, formar a los docentes en un modelo serio de enseñanza semipresencial, así como asegurar los medios tecnológicos necesarios para su implantación.


En pocas comunidades autónomas y países se decantan por este modelo. Aquí en España, el Ministerio desde el principio ha apostado por la plena presencialidad y un comienzo acelerado de las clases (en Extremadura el día 10 de septiembre). Pero claro, eso exige una inversión fuerte y un trabajo de coordinación con las instituciones locales. No se puede decir por un lado que se apuesta por la seguridad sanitaria y la presencialidad, sin adoptar medidas vinculantes previas que aseguren esas condiciones. No es admisible un modelo que pretenda que esto salga bien, pero low cost, dejando en manos de la voluntad de las comunidades educativas el marrón de las múltiples casuísticas y sus graves implicaciones sobre la salud, sin invertir en docentes y espacios, arbitrar infraestructuras y trabajar en red todas las instituciones públicas.


Todos los equipos directivos con los que he hablado coinciden en una amarga sensación de estar solos ante el peligro. Tan solo han recibido instrucciones por escrito y previsiones de ratios-aula aconsejables en su centro, pero sin decirles cómo harán posible eso sin medios, sin espacios, sin docentes… Sin nada. Van a septiembre ciegos, a tientas, con el miedo y la incertidumbre que da sentirse responsables de tus alumnos y compañeros de trabajo.


Si se hicieran encuestas de satisfacción de la comunidad educativa con sus gestores, no duden que los niveles serían muy bajos. La sensación de abandono, incluso falta de sensibilidad hacia la profesión, sumado a un deshoje constante de margaritas, una profusión de comunicados contradictorios y la adopción de medidas insuficientes a trasmano, sobre la marcha, dejando en manos del docente la carga de la responsabilidad, bajo un escenario impredecible y aún altamente peligroso, justifican esta sensación.


Se ha echado en falta haber asumido desde el principio la realidad de un escenario sin vacuna y sin inmunidad, apostando primero por la seguridad sanitaria y después por un modelo lo menos lesivo posible para el proceso de enseñanza y aprendizaje de los alumnos. Muchos docentes ya avisamos en abril de las consecuencias de esta pusilanimidad y falta de liderazgo. Hoy, crónica de una situación anunciada, solo queda asumir los errores y enmendarlos. De lo contrario, el panorama futuro que le espera a la enseñanza pública será aún más preocupante: precarización del profesorado, dotación low cost (y no me refiero a mascarillas y portátiles) y debilitamiento de la inclusión educativa. Si ya antes de esta crisis sanitaria, la escuela no suponía un factor de mejora socioeconómica, las ruinas de esta distopía pueden agravar esa profunda brecha. Por esta razón, necesitamos gestores valientes y creativos, que superen el cortoplacismo y sepan escuchar a la hierba crecer.